domingo, 4 de septiembre de 2005

El filósofo autodidacto

☆☆☆½

Hace años, durante una conversación en es.humanidades.filosofia, el foro de Usenet especializado en exabruptos y palabrería sin sentido, salió el nombre de Robinson Crusoe. Como siempre que se hace mención a un personaje de ficción, mis orejas virtuales se irguieron alertas. La idea del contertulio Blume (uno de los pocos que se molestaba en debatir cuestiones filosóficas en ese foro, y con mucho acierto) es que Crusoe, en realidad, nunca estuvo solo en la isla, sino que miles de generaciones anteriores a él le permitieron sobrevivir:

La idea es que lo que llamamos mente es, en realidad, una construcción colectiva. Esto, a su manera, lo dicen autores muy diferentes, desde Heidegger (pensar es agradecer) hasta los filósofos que, como D. Dennet, utilizan la teoría de la evolución para derrocar el concepto lockeano de mente (individual, como la de Dios o cada uno de los hombres) entendida como una herramienta más compleja que sus productos. La idea no es nueva, ni mucho menos, y tiene que ver con el antiguo tópico de “enanos a hombros de gigantes”. Sin embargo, a pesar de tenerla a su disposición, el racionalismo a lo Descartes ha sido demasiado influyente a este respecto, y ha propagado el mito de que la mente progresa --actúa racionalmente-- en la medida en que hace tabla rasa de la cultura (en el lenguaje de Descartes, del “prejuicio”). En realidad no hay nada en nuestras acciones que no implique una deuda con el resto de los hombres: desde abrir el grifo por la mañana hasta encender el interruptor de la luz por las noches. ¿Cómo puedo llamarme “inteligente” por tener agua corriente o luz eléctrica, cuando eso es algo que debo siempre a otros? En el ámbito de las ideas ocurriría lo mismo: ¿cuántos errores y aciertos son necesarios antes de que Einstein pueda hablar de la relatividad o Wittgenstein decir que no hay lenguajes privados?

Al hilo de todo esto me acordé de una antiquísima novela (del siglo XII, nada menos) titulada El filósofo autodidacto, novela que, en mi opinión, pertenece al fantástico (incluso, si me apuráis, al género de ciencia ficción).

Es todo un clásico. Su autor, Abú Bakr ibn Tufayl, nacido (ojo al dato) en Guadix hacia el año 1110, presentó al gran Averroes ante la corte almohade, en Marrakesh, cediéndole su puesto de médico del califa. Es muy curiosa la descripción que el propio Averroes hace de aquel encuentro, que conocemos porque se lo contó a un discípulo suyo, ibn Yahyà, que se lo contó a un historiador de la época, Abd al-Walid.

Ibn Tufayl era sufí practicante, un místico, pero también un científico, un hombre ilustrado y amante de la filosofía. El filósofo autodidacto fue su intento por unir filosofía y sufismo, poniendo la primera al servicio de un fin místico: llegar al éxtasis, al conocimiento íntimo de Dios, mediante la razón. En definitiva, un desarrollo de la idea ya apuntada por Avicena sobre las etapas que el gnóstico debe ir superando para alcanzar la unión mística, pero mostrado en forma de novela, cuyo protagonista ejemplifica el proceso. Y aquí viene lo bueno. :-)

El protagonista de El filósofo autodidacto es un tal Hayy. Hayy es, en el sentido que apuntaba Blume, el “anti-Robinson”. Aparece de pronto, recién nacido, en una isla desierta y llega a la madurez sin haber visto nunca a otro ser humano. El autor da dos posibles explicaciones de su origen (en la mejor tradición novelística, inventándolo todo): o bien Hayy era el hijo bastardo de una princesa que lo arrojó al mar para evitar el deshonor, o bien nació en la isla por generación espontánea (la explicación de Tufayl sobre cómo pudo suceder esto es de lo más divertido). Pero es un hombre, capaz de razonar. Como no tiene nada más que hacer, se dedica a hacerse preguntas y a cavilar para responderlas. En el proceso, Hayy va conociendo la realidad circundante y se adapta a ella guiado por la razón, y va perfeccionando su conocimiento de las cosas hasta ser capaz de entrar en éxtasis.

Es corto, muy agradable de leer y sustancioso. La verdad es que afronté su lectura como una obligación, pero en seguida me enganchó y lo leí con placer. Se puede encontrar una excelente edición de Emilio Tornero, con traducción de Ángel González Palencia, en la Editorial Trotta, colección Al-Andalus (por cierto, coordinada por Andrés Martínez Lorca, que fue profesor mío en la UNED y cuyos libros recomiendo), con el ISBN 84-8164-059-X.

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